lunes, 22 de octubre de 2018

El club de los suicidas - R. L. Stevenson



Ahora bien, sabemos que la vida es sólo un escenario para hacer el loco hasta tanto el papel nos divierta. Había un servicio más que faltaba a la comodidad moderna: una manera, fácil, de abandonar el escenario […] Esto es lo que proporciona El Club de los Suicidas”.

Tres cortas secuencias que, pese a formar parte de una obra mayor, se comprenden de principio a fin. Stevenson tiene un lenguaje claro y no escatima en descripciones; aunque eso no le impide cautivar al lector con una historia imposible de predecir. Bajo la grisácea vida burguesa en la ciudad, uno descubre lo extraordinario que puede ocurrir cuando el cansancio de una vida guionizada es la norma general.

Tengo la teoría de que el escocés fue el inventor del clickbait. Si bien el título no es engañoso     es cierto que, durante la novela, existe dicho club–, el lenguaje y los diálogos de la primera narración (“Historia del joven de las tartas de crema”) te sumergen en lo que parece una oda a la Necedad. Los locos son, verdaderamente, los cuerdos. Y cuando te convences de qué va el asunto se da el giro, y te das cuenta de que has ido y vas a la deriva.

Nada que ver, en realidad. El lenguaje te suscita mientras la historia te atrapa en una trama de aventuras que pequeños diablos tienen la mala fortuna de vivir. No quiero decir con esto que la obra no sea lo que promete, sino que aprovecha muy bien sus recursos para jugar con la inocencia del lector.

miércoles, 17 de octubre de 2018

Primer Amor - Ivan Turguenev






«¿Qué se ha cumplido todo lo que esperaba? Y ahora, cuando las sombras crepusculares empiezan a cernirse ya sobre mi vida, ¿qué otra cosa me queda más lozana, más entrañable que los recuerdos de aquella tormenta matinal de primavera que tan fugazmente pasó?» Vladimir Petróvich

Los grandes enamorados sólo existen sobre el papel: Anna Karènina, Madam Bovary, etcétera… Quizá los personajes de esta corta obra no sean tan conocidos pero cumplen ese mismo papel a la perfección. Aunque, de alguna forma, la relación entre los dos protagonistas (Vladimir y Zinaida) se presenta algo diferente a los ejemplos anteriores en los que la narrativa se pone bajo la piel de la heroína. Aquí, en El primer amor, el punto de vista –y de sufrimiento– es el de un muchacho de dieciséis años que se siente encandilado por una joven mayor a él. Como tantos otros, Vladimir va al encuentro de Zinaida (atraído de una forma que podríamos categorizar de enfermiza) para tomar el té y pasar la tarde con juegos juveniles. Torpemente feliz tal y como está su situación, pero gestándose en sus reflexiones la creciente necesidad de sentirla enamorada. Sólo en sus conversaciones y reuniones adquiere Zinaida un papel central con iniciativa. En el resto de sus actividades, como mujer en una sociedad masculina, se ve relegada a un segundo plano. Ella sabe que enamorarse y/o comprometerse con un hombre supone, para ella, la pérdida del grado de libertad personal que ha gozado como soltera. Esto supondrá su drama.

Durante la obra Zinaida aún no es una mujer, sino que se presenta a ojos de los jóvenes como un ídolo. Su imagen es idealizada, se ve en ella un fruto prohibido al que se venera como algo inaccesible. En términos coloquiales diría que su palabra va a misa. Por eso mismo nos puede parecer una figura dominante. Pero no es más que una ilusión porque, una vez fuera mujer en el sentido estricto de la palabra, en una sociedad feudal en la que el amor romántico tiene sentido, caería sobre ella la desdicha de estar en una posición marginal. La falsa imagen caería una vez se dejase dominar. Ese sometimiento se deja ver poco, como un jarro de agua fría, en un par de escenas en las que la protagonista aparece sumisa. Y, repito, ella lo sabe.

«Yo no amo a las personas que puedo mirar desde arriba. Necesito a alguien capaz de dominarme a mí… Pero Dios es misericordioso y espero no tropezar con alguien así. Yo no caeré en las garras de nadie. ¡Qué va!» Zinaida.

Dulce tempestad

En esta obscura noche, tú y yo somos quienes danzan al son de las dos lunas, de su canción callada, rota y bruna, sobre alfileres ...